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miércoles, 13 de abril de 2011

LEYENDAS

LAS BRUJAS DE BLAIR
En febrero de 1785, Elly Kedward, habitante del pueblo de Blair, es acusada por unos niños por haberles engañado y llevado hasta su casa para sacarles sangre. Siguiendo las normas y leyes del pueblo, la mujer fue atada a una carreta y arrastrada hasta el bosque del lugar para ser abandonada a su suerte en el frío del invierno. Tras no verla por los alrededores los lugareños dieron por hecho que había muerto y se olvidaron del tema. Fue un grave error. Un año después, la hija del magistrado del pueblo desapareció en la primera noche de nevada sin dejar rastro. La semana siguiente el principal acusado del delito desapareció en las mismas circunstancias y al final del invierno la mitad de los niños del pueblo habían desaparecido de forma misteriosa. Temiendo una maldición por haber abandonado a Elly Kedward, la mayoría de los lugareños abandonó el lugar. En 1824 se funda Burkittsville sobre los restos del pueblo de Blair. Se dice que ninguno de los fundadores conocía la historia. Uno año más tarde once vecinos aseguran que vieron una mano de una mujer pálida salir de las aguas del río Tappy East, que cruza la localidad. La mano desapareció sin poder ser investigada. Tiempo después una niña de diez años se metió en el río; nunca se encontró su cadáver ni se volvió a saber de ella. Tras desaparecer la niña, el río se llenó de ramas grasientas que contaminaron el agua. Unos sesenta años después, una niña de ocho años se perdió en el bosque y varios equipos de salvamento fueron a buscarla. La niña volvió acompañada de casi todos los equipos, aunque uno nunca regresó. Semanas más tarde se encontraron los cuerpos en Coffin Rock (en el bosque cercano al pueblo) atados de pies y manos, destripados completamente y colocados en forma de estrella de cinco puntas. Desde 1940 hasta 1941 van desapareciendo progresivamente siete niños en condiciones extrañas. En marzo de 1941 un anciano, Rustin Parr, llega gritando al mercado: “¡Por fin he terminado!”. Tras un interrogatorio sin éxito, les indica a los policías que acudan a su cabaña, donde encuentran los cadáveres de los siete niños con signos de violencia y alguno incluso destripado; parecía que todos habían formado parte de algún ritual diabólico. Rustin Parr declaró que lo hizo porque una voz dentro de él, la voz de la anciana, le ordenaba cómo y cuando tenía que matar a los niños; se los llevaba de dos en dos y mientras mataba a uno al otro le dejaba en la esquina mirando a la pared porque no soportaba que le observasen. Cuando acababa con el primero mataba al segundo. En 1994, tres jóvenes intentan averiguar la verdad sobre la bruja de Blair y se acercan a Burkittsville a grabar un documental. Entrevistan a varias personas del pueblo, entre ellas Mary Brown, una anciana a la que toman por loca, ya que afirma haber visto a la bruja de Blair cerca de un riachuelo. La descripción que da de la bruja es de un ser extraño: su parte humana era femenina, pero también afirma que tenía mucho pelo por los brazos y las piernas entremezclado con algún rasgo animal. Tras entrevistar a algunos lugareños se adentran en el bosque con el fin de encontrar Coffin Rock, a unos veinte minutos del pueblo. Tras llevar en el bosque unos días descubren que una extraña presencia les está atormentando; les rompe las brújulas, se les pierden los mapas. Nunca se volvió a saber nada de los tres jóvenes, sólo quedó de ellos su equipo de audio y sus vídeos. Años más tarde, un universitario al que le intrigaba mucho el caso de la bruja de Blair decide organizar una expedición con sus compañeros de universidad para investigar el caso sobre la bruja de Blair. Tras acampar toda la noche en el extraño bosque se despiertan con la sensación de no haber dormido y en medio de una escena de destrucción total. Cuando regresan a casa se dan cuenta de que no han vuelto solos, alguien o algo ha vuelto con ellos.

LEYENDA DE LA MUJER DEL PASILLO
Una noche de Halloween, unos amigos por hacer algo diferente jugaron a la ouija, esta la tenia la familia de uno de los jovenes, que la guardada desde hacía bastantes años, la cual pertenecía a su bisabuela. Todos decidieron jugar por diversión, en cambio el joven dueño de el juego, quería conocer a su bisabuela ya que falleció antes de que el naciera. La sesión comenzó entre risas y de pronto cayó un rayo que iluminó toda la habitación oscura, seguido de un trueno, que estremeció hasta el último de sus huesos. Todos se asustaron y de repente, el puntero de la Ouija comenzó a moverse. Preguntaron quién era, pero nadie respondió. El puntero se movía sin cesar de un lado para otro, sin formar palabras. Al final paró, y formó las siguientes palabras: "Estoy yendo por vosotros". Llamaron a la puerta, pero nadie se atrevió a abrirla, sólo escucharon la voz de quien llamaba: Era una mujer, que estaba en el pasillo y gritaba por entrar a la habitación. El cerrojo estaba echado, no podía entrar, pero parecía que iba a tirar la puerta abajo. La mujer gritaba desesperada, la puerta iba a caer, así que empujaron la cama para atrancarla. La mujer cada vez más desesperada, gritaba un nombre. Entonces el joven se dio cuenta de que era su bisabuela. Intento abrir la puerta, pero sus amigos lo agarraron. Los gritos cesaron, una de sus amigas, tuvo un ataque de nervios. Se acercaron a consolarla, pero una voz grave y fuerte salió de ella diciendo que no se acercaran. La mujer del pasillo comenzó a gritar de nuevo: "¡Os lo advertí, y no me hicisteis caso, ahora moriréis!". Intentaron abrir la puerta pero no pudieron. Los gritos volvieron a cesar, el joven consiguió por fin abrir la puerta, pero se cerró detrás de él. Escucho los gritos aterrorizados de sus amigos, histéricos, pidiendo socorro, dando patadas a la puerta para abrirla. Este Joven narra su historia cuarenta y cinco años después de que ocurriera, ya que fue el tiempo que duro recluido en la cárcel, culpado por el asesinato de sus amigos, los cuales encontró muertos cuando consiguió abrir la puerta de su habitación.






LOS FANTASMAS DEL MUSEO REINA SOFÍA Y LA LEYENDA DEL PADRE BERNARDINO DE OBREGÓN.

A partir del siglo XVI la villa de Madrid acogió a cuanto desheredado y pordiosero andaba por esos caminos de Dios. Por supuesto, desde que Felipe II se levantara sobre todas las naciones del mundo, la ciudad castellana, otrora villorrio, se convirtió en el centro de todas las miradas. A esta plaza llegaron hombres de letras y de ciencias, pintores, arquitectos y diplomáticos, pero también quisieron aprovecharse del auge cortesano los mendigos y pícaros de Europa y América. No es extraño, por tanto, que los piadosos madrileños se viesen forzados a construir edificios que dieran cabida a tanto miserable: tullidos, putas, haraganes y ladrones de medio pelo llenaron las calles de la capital. Había, por ejemplo, una casa de recogimiento de mujeres, llamada Las Arrepentidas, fundada en el siglo XVIII y que tenía como titular a la santa María Egipciaca. En la misma calle Amaniel estaba el hospital de mujeres incurables, fundado por la viuda de Lerena a principios del siglo XIX. Este hospital fue, antes, un colegio de niñas huérfanas. No faltaron en Madrid hospicios, como el que hubo en la calle de Santa Isabel, o el más famoso de la calle Preciados, llamado Casa de Expósitos o Inclusa, que fue después trasladado a otros lugares.

En la calle de Atocha se fundó a principios del siglo XVII un “recogimiento” de niños huérfanos, llamado de los Desamparados. También había en ese lugar una sala para las “carracas”, esto es, mujeres impedidas, enfermas o desahuciadas. En el mismo edificio había además una cárcel de prostitutas y ladronas. En el siglo pasado fue Hospital de hombres incurables. Don Pedro Cuenca fundó en 1598 el albergue de San Lorenzo, cerca de la calle de los Cojos: allí se le daba un mendrugo de pan y un huevo a los desgraciados que se habían perdido en las calles de Madrid durante la noche. En fin, la enumeración de hospitales, hospicios y casas de recogimiento sería demasiado prolija y bastan los ejemplos señalados. El edificio que nos ocupa ahora es el Museo Reina Sofía, entre las calles de San Isabel y Atocha. Esta institución alberga colecciones de arte contemporáneo y su joya más preciada es, sin duda, el Guernica, de Pablo Picasso. El edificio tiene un aspecto muy moderno, especialmente por los ascensores exteriores y las estructuras de metal y vidrio que dan a la plaza de Sánchez Bustillo. Sin embargo, el Museo está construido sobre el antiguo Hospital General del siglo XVIII. Este hospital fue levantado bajo el mandato de Carlos III y lo llevó a cabo el famoso ingeniero don José Hermosilla; don Francisco Sabatini continuó las obras, aunque el magnífico proyecto inicial no pudo concluirse. El Hospital General agrupó las distintas instituciones benéficas que estaban dispersas en Madrid, y así, se instaló en el lugar que ocupa hoy el Museo Reina Sofía. En dicho emplazamiento hubo también un albergue para mendigos y enfermos, y junto a él un hospital, llamado de la Pasión, sólo para mujeres. Aquellos terrenos tienen, pues, una historia turbulenta, muy propia para que las almas de los muertos sigan vagando por las salas y los corredores. Y así ha sido. En los últimos años del siglo XX los periódicos anunciaron que el Museo Reina Sofía estaba plagado de fantasmas.

Los vigilantes nocturnos veían procesiones de monjes con cirios, se oían extraños lamentos y correr de cadenas, algunas sombras parecían disolverse tras las esquinas… Un guardia acabó por pedir el traslado a otro lugar, pues no soportaba el terror que le producían aquellas visiones.

Varias personas aseguraban que sintieron vivamente cómo una mano fría les sujetaba del brazo y otras afirmaron que durante el crepúsculo se veían sombras en el suelo. Aunque no se ha podido desvelar el misterio, es muy probable que los fantasmas del Museo sean los padres obregones. A continuación se narra la leyenda del padre Bernardino de Obregón, causante de todas las apariciones en el moderno museo de Madrid.

En tiempos de Felipe II vivió en Madrid un hombre llamado Bernardino de Obregón. Nació en el seno de una familia noble y acomodada, en el pueblo burgalés de las Huelgas. Su buena planta y su carácter alegre le propiciaron algunos oficios notables, y se supo que había llegado a ser secretario del duque de Sesa, don Gonzalo Fernández de Córdoba. En fin, el joven caballero era uno de los más elegantes y admirados de la corte.

Sin embargo, su conducta no era tan piadosa como podría esperarse. Al fin, no era más que un muchacho y cuando no estaba en los cuarteles dedicaba sus esfuerzos a los amores. Rondaba a las damas, saltaba los muros, escalaba los balcones y entraba en las alcobas. Bernardino pasaba los días entre requiebros y lances, y como era muy bien parecido, las damas abrían sus puertas para dejarlo entrar, sobre todo si los maridos y los padres no estaban en la casa. De modo que cuando los madrileños iban a misa, por la mañana temprano, él salía de las casas con ojillos de no haber dormido. También gustaba de ir con los amigos a las tabernas y, se dice, visita más los prostíbulos que las iglesias. Un día, nuestro caballero bajaba por la calle de Postas. Venía un tanto irritado porque cierto marido había llegado antes de lo previsto y no había podido cumplir su tercer deseo con la fogosa dama, aunque sí los dos primeros. En esto pensaba el joven Bernardino cuando, sin querer, un barrendero le echó porquería en las botas. Bernardino se enojó muchísimo y sin pensarlo dos veces, le dio dos bofetadas al pobre operario. El barrendero, sin embargo, no se sintió ofendido; bien al contrario, se arrodilló frente al caballero y dijo: -¡Oh, señor! ¡Os doy gracias por las bofetadas que me habéis dado, porque así habéis castigado mi falta y he de verme honrado toda la vida! Bernardino casi no pudo articular palabra, tan sorprendido estaba. Miró atentamente al barrendero y levantándolo del suelo, lo abrazó. Le pidió perdón humildemente y, según dice el cronista, “herido por un rayo de luz divina”, el caballero volvió a su casa transformado por completo. Con grandes voces y lamentos Bernardino repudiaba su vida anterior, plena de lascivia y crímenes: mostraba tal arrepentimiento que daba pena verlo. Durante muchos días no abandonó la capilla de su casa y pedía a Dios que salvase su alma.

El que fuera caballero galante y apuesto dejó crecer sus barbas, y vendió sus ropas y joyas para dar limosnas a los pobres. Vestido casi como un harapiento, Bernardino agotó su fortuna en obras de beneficencia y olvidó damas, amigos y placeres. Se retiró, pues, de la vida mundana y quiso aportar su trabajo en el Hospital de la Corte, consolando a los tullidos, compadeciéndose de los incurables, atendiendo a los moribundos… Años más tarde, Bernardino fundó el Hospital de Convalecencia, donde prosiguió su benéfica tarea a favor de los más desgraciados. Finalmente, ya convertido en un santo, nadie recordaba al caballero disipado y lujurioso que había amado a tantas damas de Madrid. Cuando sintió cercana su muerte, Bernardino de Obregón fundó la congregación llamada Santa Hermandad, a la que él mismo nombraba como la cofradía de los Hermanos Obregones, haciendo honor a su apellido. Durante muchos años, esta hermandad fue respetada y elogiada en todos los rincones de España, por su abnegación y sacrificio en el cuidado de los inválidos, tullidos, incurables y locos.

La bendita faz de Dios se le presentó al fin a nuestro Bernardino y murió habiendo recibido los Santos Sacramentos. Se le enterró en su amada iglesia y sus hermanos continuaron trabajando en las instituciones hospitalarias hasta bien entrado el siglo XIX. Los Hermanos Obregones recibieron con mucha alegría la orden de cuidar a los enfermos del Hospital General, porque de este modo estarían más cerca del padre fundador, enterrado en la iglesia adyacente. Y en aquel mismo lugar recibieron sepultura muchos venerables hermanos de la congregación de los obregones.

Con el correr del tiempo, el abandono del hospital, las nuevas construcciones y las sucesivas reformas, el lugar tuvo otros acometidos diversos, hasta llegar a ser lo que es en la actualidad: el Centro Cultural Reina Sofía.

Los hombres de nuestro tiempo no tuvieron en cuenta ni respetaron los sufrimientos de los Hermanos Obregones, y desenterraron sus cuerpos con máquinas excavadoras, con talados y otros ingenios horrorosos. No es extraño, por tanto, que las almas en pena de aquellos cofrades anden vagando por las salas y corredores del Museo, y que avisen a los visitantes de la infamia que se hizo con ellos: esto sucede porque no se deja descansar en paz a los muertos, porque se les priva de la morada eterna y sus huesos se dispersan en vertederos. Los fantasmas del Museo Reina Sofía nos recuerdan que hubo un hombre, llamado Bernardino de Obregón, que abandonó su vida disipada para ayudar y consolar a los desgraciados.






Fuente: Leyendas Tradicionales. José Calles Vales. Ed. LIBSA.







LEYENDAS DEL NUEVO MUNDO


LEYENDA DE CATALINA


Este extraordinario suceso aparece en un libro que tuvo cierta fama en los siglos XVIII y XIX. Fue escrito por el abad benedictino de Sénones, en la Lorena francesa: el Padre Agustín Calmet. Su ensayo se titulaba Tratado sobre las apariciones de espíritus y sobre los vampiros (1751). En la segunda parte de este trabajo, el abad describía con minuciosidad algunos hechos verdaderamente asombrosos.

En uno de ellos habla de Catalina, una muchacha que vivía en Perú, en la región de los ititanos. No dice el autor cuándo acaeció este suceso, pero es de suponer que desde el siglo XVII la historia de Catalina era bien conocida.

Al parecer, esta joven murió a la edad de dieciséis años y las circunstancias de su fallecimiento fueron desgraciadas. Según el cronista, Catalina había cometido muchas perfidias y sacrilegios, y su vida había sido una retahíla de pecados y lujurias, porque era fornicadora hasta límites insospechados. Aún los doctores no habían certificado su muerte, cuando el cuerpo se vio atacado por una infección espantosa y la piel se cubrió de llagas purulentas y gusanos. El olor era tan penetrante y asqueroso que los familiares tuvieron que sacar el cadáver a la calle, para evitar que la pestilencia invadiera la casa.


Los presentes aseguraban que se oyeron ladridos de perros y aullidos de chacales. Ese mismo día, un caballo conocido por su docilidad se puso nervioso y comenzó a relinchar con gran temor, y a expulsar babas por la boca. Daba tan violentas coces que rompió las ataduras, se partió una pata y se hizo profundas heridas en el cuello.


No acaban aquí los sorprendes sucesos de aquella funesta noche: un muchacho dormía plácidamente cuando una misteriosa mano tiró de su pie, sacándolo de la cama y arrastrándolo por la habitación.



Y una joven criada que había en la casa recibió un golpe fuerte en la espalda, del que estuvo doliendo muchos días. Todos los sucesos acaecieron, como dice Dom Calmet, “antes de que se inhumase el cuerpo de Catalina”.


La casa de la difunta parecía poseída por su espíritu o alma en pena. En la casa habitaba una sirvienta que, como el otro muchacho, fue sacado de la cama por una mano fría e invisible, que tiraba de su pie. Y fue arrastrada por toda la casa, golpeándose con las puertas y los muebles. Esta misma sirvienta contaba que, en cierta ocasión, había entrado en la habitación de Catalina para coger unos vestidos, y vio allí mismo a la muerta con una vasija de barro en las manos: con el rostro comido por las llagas e inflamado en ira, lanzó la vasija contra la criada y estuvo a punto de abrirle la cabeza. La madre de Catalina acudió a la sala cuando oyó aquel estrépito y vio que sin que nadie tocara nada, los objetos se estrellaban contra los muros, las paredes y las puertas. Los ladrillos de la casa se movían y las paredes temblaban.


Avisaron los padres de Catalina al cura de la aldea y éste les confirmó que su hija era una “reviniente”, cuyas maldades en vida seguían siendo maldades en la muerte. Acogida por el demonio, Catalina seguiría en el lugar durante siglos y siglos hasta que Dios se apiadara de ella. Prueba de que Catalina, perversa y lujuriosa, no había sido recibida por el Seños, fue que cuando el cura entró en la sala donde había muerto, encontró un crucifijo desclavado y partido en tres piezas.

Los padres, hermanos y criados de Catalina abandonaron aquel lugar e hicieron quemar la casa y sembrarla con sal. También encargaron misas por el alma de Catalina, de la cual no se supo nada en adelante.



Fuente: Leyendas Tradicionales. José Calles Vales. Ed. LIBSA.





 
LEYENDAS DE MIEDO Y SERES SOBRENATURALES



LA CHICA DE LA CURVA


La moderna leyenda de "la chica de la curva" recuerda las tradicionales historias de aparecidos y fantasmas: una muerte cruel y violenta impide que el alma del difunto descanse en paz, y el pobre espíritu anda vagando por los caminos en busca de una persona caritativa que le soluciones el problema, bien con misas, bien con venganzas, etc. Durante el romanticismo, las historias de fantasmas tuvieron su apogeo y los eruditos han llegado a la siguiente conclusión: los fantasmas sólo aparecen para recriminar, recordar, prevenir o buscar la propia salvación. Desde luego, las historias de espectros han ocupado la actividad de los especialistas en fenómenos paranormales (extraordinarios, sin explicación cientifica) y se han asociado a otras circunstancias también misteriosas: psicofonías, ovnis, extraterrestres, abducciones, desapariciones, apariciones religiosas, combustión espontánea, etc, etc.

Respecto a esta leyenda, es necesario tener en cuenta dos advertencias: uno, la chica de la curva no puede situarse en ningún lugar concreto de la geografía; y dos, las versiones son tantas y tan diferentes que las personas que han tenido esta experiencia la explican de modos muy diversos. En términos generales, es como sigue:

Se dice que dos muchachos habían decidido ir a un pueblo vecino. La cosa era que en la pequeña aldea donde estaban veraneando las diversiones eran escasas y el aburrimiento, mucho. Aprovecharon entonces que en una población cercana se celebraban las fiestas patronales y había verbena, tomaron un coche y, con el ánimo alegre y jovial de estas ocasiones, marcharon.


La noche resultó estupenda y los dos varones encontraron guapas mozas con las que bailar. Concluida la verbena, los forasteros se despidieron de sus nuevas amigas y tomaron de nuevo el vehículo. Uno de ellos estaba deseoso de encontrarse a solas con su compañero porque había tenido oportunidad de bailar con la muchacha más hermosa y amable que jamás viera. Y así lo hizo: cuando estuvieron ya en el vehículo, el joven comenzó a hablar de su amada y su corazón se estremecía en el recuerdo. Acaso su amigo se burló un poco, pero como tenía buen talante admitió de buena gana que su compañero estaba verdaderamente enamorado.


Y en ese instante vieron a una chica que hacía auto-stop en la oscura carretera: llevaba un vestido blanco y su mismo rostro parecía tan luminoso como la luna. No dudaron en detener el coche e invitarla a subir. A ambos les pareció que aquella muchacha no era de este mundo, le preguntaron de dónde era y cómo era posible que estuviera sola en la carretera. Ella contestó:

-He ido a la fiesta. He bailado con un joven guapo y amable, y mi corazón se ha prendado de él. Pronto nos volveremos a ver y... ¡Detente! ¡Frena! ¡Cuidado!


El joven conductor detuvo el coche y entonces se percató del enorme peligro que había corrido al llevar su vehículo a tanta velocidad. Los dos muchachos quisieron agradecer a la muchacha su aviso, pero cuando giraron la cabeza hacia el asiento de atrás, la joven había desaparecido...





Fuente: Leyendas Tradicionales. José Calles Vales. Ed. LIBSA.











LEYENDA TRADICIONAL ASTURIANA




CAMBARAL EL PIRATAEn la preciosa localidad asturiana de Luarca existe un puente llamado del Beso. Los parroquianos conocen, en términos generales, el origen legendario de este hermoso lugar, pero pueden escucharse distintas versiones y cada una es distinta dependiendo de la imaginación del narrador. Por ejemplo, los luarqueses más tradicionales hablan de un pirata moro llamado Cambaral que asoló las costas asturianas en la Edad Media; otros, en cambio, citan a un normando (también pirata) utilizando el mismo nombre: Cambaral o Gambaral. Lo cierto es que el barrio pesquero de Luarca se denomina, precisamente, así: Cambaral. La historia, en su conjunto, también tiene distintas versiones, de las cuales se ha escogido la que parece más sentimental y épica. Allá por los siglos oscuros, cuando Europa estaba sumida en las tinieblas, vivía en la terrible Albión una joven hermosísima. El señor de aquellas tierras se enamoró de esta muchacha y, con engaños y traiciones, la llevó a una cueva que los nativos llamaban Khaan-baral, y allí la forzó y la deshonró. Avergonzada y humillada, la joven no quiso volver al pueblo y vivió en aquella gruta durante varios meses: al fin, de aquella horrible violación, nació un niño, pero su madre murió en el parto. Un discípulo del famoso mago Merlín encontró al niño recién nacido y lo trasladó a su humilde morada, situada en los inaccesibles acantilados de Dover. El muchacho fue creciendo sano y haciéndose fuerte, y a cada instante mostraba la osadía de su padre y el buen corazón de su madre, pero el mago nada quiso decirle de sus progenitores hasta que el mozo no cumplió los diecisiete años. Cumplida esta edad, el mago, que se veía ya con las agonías de la muerte, quiso que el joven Khaan-baral supiera el porqué de su nombre y el principio de su vida. Todo se lo contó el brujo, sin esconderle nada y, finalmente, le dijo: -¡Ay, amado hijo! Tu vida está escrita en las estrellas y los astros te auguran triunfos y glorias; mas sé precavido, porque desgraciado fue tu nacimiento y desgraciada será tu muerte. Durante algunos años el joven huérfano vivió solo, lamentando la pérdida de su tutor, el mago. Pero al fin, lleno el corazón de ánimo, salió a los caminos en busca de aventuras. Acostumbrado a la vista del mar, pensó que su destino estaba sobre las olas del océano y muy pronto se enroló en los bajeles piratas que asolaban las costas de Francia y España. Tuvo que arreglárselas para sobrevivir en las tempestades, en las batallas costeras y en los motines, pero al fin, en todos los caminos del mar era conocido su nombre: el pirata Khaan-baral. No transcurrió mucho tiempo hasta que nuestro héroe tuviera su propio barco, robado, según se dice, a unos moros cerca de las costas de Galicia. Era un bajel pequeño, pero volaba sobre las crestas espumosas e infundía temor a todos cuantos lo veían. Acompañado de treinta hombres, los más fieros de Bretaña, Escocia y Normandía, el pirata Khaan-baral avasallaba en las poblaciones costeras, incendiando las casas, violando a las mujeres, robando en las capillas y segando las cabezas de hombres, viejos y niños. Nada temía el pirata y, en alta mar, celebraba sus hazañas con cerveza hasta que la luz del sol volvía a brillar en el oriente. Se empecinó el capitán en dirigir su proa a las costas asturianas, porque había oído que en aquellos montes residía entonces la corte hispánica que, a duras penas, podía impedir el asalto de los sarracenos. Así era, en efecto, y los asturianos ya tenían muchas dificultades para luchar contra el moro, hasta el punto que habían concedido enviar a los musulmanes cien doncellas anuales a cambio de una paz duradera. El caso es que muy pronto Khaan-baral tuvo ante sí las costas de Ribadeo, Viavélez, Luarca, Canero y Cudillero. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro y ordenó a sus hombres que se aprestaran al combate. Una y otra vez asaltaron los puertos y las aldeas, quemándolo todo y destruyendo cuanto hallaban a su paso. Con gran algarabía volvían a mar abierto, pero la sed de violencia y oro no les permitía descansar: los pequeños barcos asturianos que se dedicaban a la pesca acababan encendidos en fuego y, finalmente, hundidos en el abismo. Incluso los rudos barcos de Vasconia que cruzaban aquellas aguas en busca de ballenas perecían a manos del temible pirata. Por aquel entonces vivía en Luarca el señor de San Cristóbal, llamado don Ramiro. Sus súbditos le pedían que hiciera frente al bandido, pues ya no era soportable tanta mortandad y deshonra: sus casas, derruidas o incendiadas; sus mujeres, maltratadas; sus barcos, perdidos. Incluso la misma ciudad de Luarca había sufrido en varias ocasiones la ira del cruel Khaan-baral. No era necesario que los luarqueses se quejaran ante sus señor, bien sabía éste que había que poner fin a tanto desastre. Sólo una idea ocupaba el pensamiento de don Ramiro, apresar al pirata y entregarlo a la justicia. Para ello, acabó formando una pequeña flota de seis barcos, no muy aprestados para la guerra, pero suficientes para atemorizar a Khaan-baral. Además, don Ramiro confiaba en sus guerreros, cierto era que éstos estaban más acostumbrados a luchar en tierra firme y contra los moros, pero de algún modo había que poner coto a los desmanes del pirata. De modo que, cuando el farero anunció que en el horizonte se divisaba la bandera del pirata, la escuadra de don Ramiro se hizo a la mar. Al cabo de pocas horas lo tenían rodeado, más porque Khaan-baral pensaba en abatirlos que porque no pudiera huir. En fin, la lucha fue feroz y la sangre corría de proa a popa en los barcos. Los soldados cristianos apenas podían sostenerse en cubierta, pero eran más en número y estrechaban a los piratas con sus espadas. Los abordajes se sucedían y pronto el bajel del corsario se vio envuelto en llamas, la vela ardía y las jarcias se desprendían de los mástiles, rodaban los toneles de cerveza y las cabezas de los muertos, el timonel pirata yacía atado en su puesto y algunos soldados caían por la borda vomitando sangre. -¡A ellos! –gritaba don Ramiro desde el puente de su bergantín-. ¡A ellos a muerte! -¡Ea, mis valientes! –gritaba desesperado Khaan-baral-. ¡Acabad con estos arenques! Pero no pudo ser. Los asturianos eran muchos y bien armados, y finalmente la batalla fue ganada por las naves de don Ramiro. ¡Espectáculo sobrecogedor! En los barcos y en el agua yacían los cuerpos ensangrentados de unos y otros, los quejidos y lamentos se dividían en varias lenguas y, a buen seguro, todos pedían a Dios que los librara del infierno, el bajel pirata estaba casi hundido y envuelto en cenizas… El señor de San Cristóbal hizo trasladar a los heridos asturianos a un barco y, después, hizo lo propio con los piratas. También se buscó al capitán vencido, y fue hallado en la proa, con una lanza que le atravesaba una pierna. Mas aún vivía. -¡Llevadlo a tierra! –dijo don Ramiro-. Cuando sane de sus heridas, será ahorcado. Así se hizo todo como quería el señor, y los prisioneros fueron encerrados en la prisión del señorío y guardados con setenta soldados. Los marineros piratas fueron colgados al día siguiente, estuvieran heridos o no. Pero el capitán Khaan-baral fue acomodado en una habitación del palacio, como convenía a su estado y según las leyes de la caballería. La desgracia quiso que fuera la misma hija de don Ramiro quien se ocupara de sanar las heridas del extranjero. Y fue desgracia porque, en tanto que María vio al pirata, quedó prendada de él. Con el tiempo, la fiebre y los delirios del enfermo remitieron, y Khaan-baral se encontró en una alcoba dispuesta con el mayor lujo. No fue esto, sin embargo, lo que más le sorprendió, sino ver a aquella hermosísima joven que le prodigaba todos sus cuidados y cariños. Pasaban las lluviosas tardes de Asturias y curaba la herida del pirata. Y las miradas de Khaan-baral y María bien indicaban lo que uno sentía por el otro. No hubo más, sino que se declararon su amor apasionadamente. Sin embargo, ambos conocían que el destino les separaría irremediablemente, don Ramiro, viendo la mejoría de su prisionero, había mandado construir el cadalso y había prevenido al verdugo que en tres días el extranjero estaría colgando de la horca. El llanto anegaba los corazones de los amantes, María, hermosa como las flores de la primavera, no podía soportar la idea de ver muerto a su querido. Khaan-baral, arrepentido de su vida extremada, no pensaba sino en buscar una casa lejana donde colmar de felicidad a su amada. Y, con todo, ambos sabían que la felicidad estaba negada para ellos. No pudiendo sufrir tanta angustia. María vino una noche a la sala donde descansaba su amante y le dijo: -¡Ay, amor mío! Mi padre ha dispuesto que mañana, antes del amanecer, se te quite la vida, y si tú mueres, moriré yo sin remedio. ¡Huyamos! Conozco un pasadizo secreto que lleva al mar, allí tomaremos un barco y olvidaremos para siempre estos amargos recuerdos. ¡Huyamos, amor mío! Y así lo hicieron. Aunque Khaan-baral apenas podía caminar, cruzaron la oculta galería y fueron a dar al mismo borde del mar, junto a las rocas. Cansado y febril, el pirata se detuvo un instante, y con los ojos arrasados en lágrimas de agradecimiento contempló los de su enamorada. Allí, con el corazón henchido de amor, abrazó a María y la besó tiernamente. Los dos amantes no pudieron ver la sombra que les acechaba, un hombre saltó tras ellos y, de un violentísimo tajo, decapitó a los enamorados en aquel postrero beso. Los cuerpos ensangrentados permanecieron abrazados unos instantes y, al cabo, se desplomaron sin dejar de amarse en la dulzura de la muerte.Don Ramiro apartó su capa, enfundó su espada y se volvió al palacio. Al día siguiente, unos pescadores hallaron los cuerpos inertes de los amantes, aún abrazados. En ese mismo lugar se construyó un puente, que los habitantes de Luarca llaman el Puente del Beso, en recuerdo de aquellos jóvenes cuyo amor acabó de modo tan trágico. El barrio de pescadores lleva el nombre del pirata: Cambaral.


Textos: Leyendas Tradicionales. Autor: José Calles Vales. Ed. LIBSA







LEYENDA MITOLÓGICA


XANA

Se dice que el rey Mauregato era uno de los hombres más torpes y necios que hayan conocido los asturianos. En efecto, este monarca gobernó en aquella parte de Hispania hace más de mil años, cuando Castilla permanecía bajo el imperio musulmán y Córdoba era la capital del mundo conocido. Cierto que los árabes pocas veces se animaban a cruzar las altas montañas de la Cordillera Cantábrica y que la pertinaz lluvia del norte los retraía sobremanera. Pero más que los aguaceros, el barro y las montañas, los musulmanes temían la fiereza de los vascones, los montañeses y los asturianos, de modo que permanecieron en la meseta castellana sin querer ir más allá. Sólo el ánimo resuelto de Almanzor permitió a los moros adentrarse en los verdes valles norteños y se cuenta, con cierta verosimilitud, que este caudillo árabe llegó a conquistar Santiago de Compostela. Más volvamos a nuestro rey Mauregato o Maragato: era éste individuo de la peor ralea que uno pueda imaginar. Holgazán, vicioso, cobarde y bujarrón (según se dice en Asturias), el rey había llegado a un acuerdo con los musulmanes: a cambio de no entrar éstos en sus territorios, el monarca asturiano les entregaría cien doncellas cada año. De este infame modo Mauregato se aseguraba la tranquilidad, a costa de las pobres jóvenes de Asturias que, año tras año, eran enviadas en carretas al otro lado de las montañas para solaz y divertimiento de los viciosos moros. Con todo, el rey Mauregato no se contentaba con enviarle cien doncellas cualesquiera, sino que las buscaba entre las más hermosas que hubiera en la comarca, acaso para demostrar a los moros que en su reino habitaban las mozas más dulces y galanas. De este modo, un año sí y otro también, las aldeas y pueblos de Asturias se veían privados de las muchachas más atractivas y, con grandes vejaciones, se las llevaban por esos montes hasta los campamentos musulmanes. Pasaron así algunos años y, llegado el momento, de nuevo los soldados se vieron en el trance de salir por los caminos en busca de las cien doncellas más hermosas de Asturias. Llegaron los guerreros al pueblo de Illés, que es en nuestros días Avilés. Comenzaron entonces a visitar casa por casa, capturando a varias jóvenes hermosísimas. Entre éstas había una muchacha que, además de ser bellísima, tenía un genio y carácter muy particular. La moza, llamada Galinda, advirtió a los soldados del siguiente modo: -Sabed, esforzados caballeros, que más que nosotras, hay en este lugar una doncella que nos supera en hermosura y gracias mil veces. Llámase la Xana, y vive en este bosque cercano, aunque, si queréis capturarla, tendréis que acudir a la fuente durante la noche. Allí la veréis bailar y cantar, y por vuestros ojos sabréis que vale mucho más que nosotras. El capitán de los guerreros supuso que capturar a una doncella con tantas y tan buenas cualidades le supondría algún privilegio del rey y aguardando en la aldea, esperó que llegase la noche. Las tinieblas cubrieron por fin aquellos hondos valles y el capitán, con sus soldados, salieron hacia el bosque con la intención de capturar a la hermosa Xana. Brillaba la luna con su pálido fulgor y no tardaron en encontrar la fuente de la que tanto hablara la moza Galinda. Allí estaba, en efecto, una joven de belleza sin par. Una dulcísima melodía brotaba de sus labios y el gorjeo del agua en la fuente parecía armonizar de modo maravilloso con su canción. La Xana alisaba sus largos cabellos con un peine de oro y la luz nocturna iluminaba su rostro con un fulgor sobrenatural. Ni el capitán ni los soldados habían visto jamás una dama tan hermosa. Estuvieron contemplándola durante largo tiempo, ensimismados y casi enamorados, pues a cada movimiento de la Xana parecían desprenderse miles de estrellas brillantes que titilaban sobre la hierba, compitiendo en hermosura con el rocío. “Si logro raptar a esta mujer, no habrá merced que el rey me niegue”, se decía el capitán; y ciego de ambición ordenó a sus soldados que se lanzaran sobre ella y la prendieran. Pero de nada sirvió: cuando los guerreros se acercaron con sus lanzas, la Xana levantó su mirada. ¡Oh, aquellos ojos verdes no eran de este mundo! Un gesto de la mano lanzó refulgentes estrellas y al cabo todos los soldados quedaron convertidos en carneros. Comprobó el rey Mauregato que los soldados de Illés tardaban mucho y envió dos cuerpos de soldados a la aldea. Éstos soldados hablaron con los paisanos y de nuevo Galinda les envió a buscar a la Xana: “Sí, es cierto que aquí estuvieron vuestros amigos. Mas fueron a buscar a la Xana y nunca volvieron”. Sin tardanza, los nuevos guerreros se adentraron aquella misma noche en el bosque y pudieron contemplar la hermosura de la maga. Más cuando fueron a capturarla ella los convirtió en carneros también. Mauregato estaba en verdad enojado: más de cien soldados habían partido de palacio y no habían regresado aún. El tiempo de entregar a las doncellas se cumplía y, decidido a resolver el misterio, él mismo se encaminó con su guardia a Illés. También habló con Galinda y ésta repitió: “Si, señor; es cierto que estuvieron aquí vuestros soldados. Mas fueron a buscar a la Xana y nunca volvieron”. Airado como nunca se le vio, Mauregato se encaminó con sus hombres a la fuente de la Xana. Allí, como antes sucediera con los soldados, vio a la joven jugando con el agua, cantando y danzando, y dejando caer miles de estrellitas en cada movimiento de sus brazos. -Oye tú, Xana: ¿dónde están mis soldados? -No vi soldados aquí, señor –respondió la Xana. -Cien soldados contados, Xana, que yo los envié que tomaran las doncellas más hermosas. -No eran soldados, señor, que eran carneros –dijo la Xana sonriendo. -¡Ea! ¡Soldados eran, como éstos que vienen conmigo! –gritó el airado Mauregato. La Xana tomó agua de la fuente en sus manos y lanzándola hacia los soldados dijo: Esos soldados que decís no son tales, que son carneros también. Y tú, eres el pastor. Asombrado y lleno de pavor, el rey Mauregato se vio rodeado de carneros y corderos y ovejas modorras, y él mismo no llevaba ya los ricos ropajes de monarca, sino una pelliza de lana, y un zurrón. Y en vez del bastón real tenía en la mano un torpe cayado de roble. Cobarde y temeroso como era, Mauregato cayó de hinojos ante la Xana y le suplicó entre lloriqueos que le devolviera su figura de rey y que, si ello era posible, volviera a figura humana a sus soldados. Prometió hacer cualquier cosa, con tal de que él mismo tornara a ser rey y sus carneros fueran de nuevo soldados. La Xana le obligó a renunciar al impuesto de las cien doncellas; le hizo jurar que nunca más tomaría mozas ni para los moros ni para sí mismo; y le conminó a luchar y defender a su pueblo en vez de firmar infames pactos con los enemigos. Asintió a todo Mauregato y la Xana desencantóle a él y a sus soldados. De regreso a palacio, el rey envió recado a los moros diciendo que renegaba del tratado de las cien doncellas y que, cuando fuese necesario, entablaría batalla con ellos. Si esta historia parece incierta o falsa, vaya el lector a Avilés y pregunte por la fuente de la Xana. Con un tanto de suerte, acaso pueda verla; mas…no se acerque: todo sea que se convierta en carnero.


Textos: Leyendas Tradicionales. José Calles Vales. Ed. LIBSA







 
Trazando Rumbos.